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Columna
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Un absurdo abismo entre la huerta y la ciudad

A estas alturas nadie en su sano juicio piensa que la huerta de Valencia es un mero suelo vacante a la espera de convertirse en urbano. Sin embargo, inexplicablemente afloran las contradicciones de los que no acaban de convencerse de lo que ellos mismos, se supone, defienden. No es un trabalenguas. Cuando se ha reconocido su innegable valor histórico, cultural, paisajístico, medioambiental, agrícola, etcétera, asistimos perplejos a la obstinada presencia de una red de infraestructuras surrealistas que en los últimos años sistemáticamente aparecen y desaparecen, al principio con unos trazados aproximados, y al final con un proyecto que determina su inexorable ejecución, pero que permanecen, aún sin estar aprobadas, en los planos del Plan de Acción Territorial de Protección de la Huerta. Parece mentira que un plan que parece que profundiza en cuestiones de propiedad y gestión, mucho más complicadas de entender, no sea capaz de corregir un error de bulto tan devastador.

Valencia alcanzó hace ya bastantes años su límite de elasticidad con una periferia amorfa, de pésima calidad arquitectónica y urbanística, con escasez de espacios abiertos, desequilibrada en la distribución de equipamientos, con una densidad insufrible, con problemas de accesibilidad, de aparcamiento, desestructurada y contaminada. Nuestros modelos y referentes, nuestros mitos históricos, la misma doctrina urbanística y todos los que en ella creyeron brillan por su ausencia, incluso en los barrios presuntamente construidos para gentes con un considerable poder adquisitivo.

Desde una situación de crisis profunda, no sólo económica sino también de los valores atribuibles a la arquitectura y a sus soportes físicos, cabe reflexionar sobre las ciudades que hoy muestran con orgullo parques históricos monumentales, parques urbanos enormes e intocables. La escala de algunos de ellos nos da qué pensar: uno de los lados del Bois de Boulogne, por ejemplo, mide casi cuatro kilómetros. Exactamente la misma distancia que separa Burjassot y Alfara del Patriarca en línea recta. Un parque no es un espacio de uso intensivo, sino que se trata de un regulador de densidades e índices de contaminación que, además, permite a los ciudadanos el contacto con la naturaleza. En este sentido, la huerta podría llegar a ser el mayor y el más sostenible de todos los parques europeos. El hecho de mantenerla en plena producción es un beneficio rotundamente público por el que debería retribuirse generosamente a quienes la cuidan estableciendo, antes de que sea demasiado tarde, un sistema de ayudas adecuado.

No parece en absoluto conveniente facilitar demasiado el acceso público a toda la red de caminos que surcan la huerta. Pero sí se podrían habilitar algunos recorridos peatonales que resolviesen los espacios de transición entre ella y la ciudad para impedir la segregación que hoy la aleja de los ciudadanos. La rehabilitación de los huertos limítrofes, y la recomposición de los caminos más cercanos a la ciudad sería la forma más adecuada de consolidar su uso agrícola y fomentar el respeto que merece.

La huerta permite que Valencia sea un verdadero prodigio del equilibrio territorial con un sinfín de paisajes genuinos valencianos, sin los artificios que pueden constituir otros tipos de parques urbanos. Pero de todos esos paisajes nos gustaría destacar un fragmento que constituye un borde urbano realmente extraordinario, por la calidad de la arquitectura de la calle mayor de Godella cuyos jardines traseros vuelcan sobre la huerta exhibiendo un arbolado impresionante, por la armonía geométrica de la línea serpenteante que dibuja la acequia de Moncada, por el desnivel natural del encuentro que permite que las escorrentías urbanas desagüen en la huerta, por la calidad y grandeza de las vistas sobre la huerta, por los olores, por los colores... Por todo. Un espacio para pasear, un lugar de composición asimétrica que incita a mirar sobre la gran extensión de la huerta norte, desde Godella, hasta Meliana. Un verdadero deleite para los sentidos que nos facilita una unidad de paisaje modélica, y como tal extrapolable a otros lugares.

Entre las ya citadas infraestructuras que asume el Plan de Acción Territorial de Protección de la Huerta se encuentra la Vía Parque Norte que debe enlazar la ronda norte de Valencia con el distribuidor comarcal prolongándolo hasta la costa pasando por todos los bordes de las ciudades del arco Norte desde Burjassot, hasta Albalat del Sorells, pasando por Godella, Rocafort, Massarrojos, Moncada y Alfara del Patriarca. Esta carretera se desarrolla a escasos metros de ese precioso borde urbano de Godella, por el lado interior de la acequia de Moncada. Su nombre ya es un eufemismo de imposible digestión que disimula, con un infantil grafismo verde, unas vías previstas en el Plan General de Valencia y su comarca del año 66 -el que proponía autopistas dentro del cauce antiguo del río Turia-.

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El plan contiene incongruencias curiosas, como el interés por localizar las carreteras en los bordes de la huerta junto a la pretensión de mantener la permeabilidad con los núcleos de población. Una carretera ligeramente elevada, con dos carriles por cada sentido de circulación, con su mediana, sus protecciones, sus generosos arcenes, un recorrido peatonal que discurre paralelo a esa vía y un carril bici, llegará a conformar una barrera de al menos treinta y cinco metros de anchura y tráfico rápido. Es evidente que será una herida incurable que impedirá para siempre una relación fluida entre la huerta y la ciudad.

¿Quién quiere esa carretera? ¿No sería mejor reforzar de una vez la maldita línea 1 del metro? Encomendar a una carretera como esa la protección de la huerta o la configuración de un borde urbano aceptable es una burla que se aproxima a los discursos sobre la vivienda sostenible tras balaustradas pintadas de verde. Se trata, además, de una infraestructura cara, que terminará por dar servicio a sus dos lados, será un factor determinante en la segregación definitiva de la huerta y la ciudad. No ejecutarla supondría un importante ahorro económico que permitiría abordar la recomposición de los huertos limítrofes y los bordes de las ciudades. Incluso rehabilitar alquerías valiosísimas, como la casa de la Sirena en Benifaraig, o Villa Ivonne en Meliana, entre muchas otras.

Desde la Escuela de Arquitectura llevamos muchos años tratando de defender la huerta de Valencia. Nuestros alumnos sienten la decepción de ver que en las aulas se vive fuera de la realidad. Es muy triste, pero es la realidad la que pretende abrir un absurdo abismo entre la huerta y la ciudad.

Lola Aguilar, Cristina Alonso y Matilde Alonso son arquitectas.

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