Cabe resaltar el valor y bondades que nos aporta el estudio de la apodonimia de la huerta, no solo porque nos habla de los antiguos gustos culinarios, indumentarios, de las preferencias en los hipocorísticos —nombres familiares derivados de los prenombres, como Tonet, Nelo o Quelo; también de los defectos físicos, rasgos del carácter y un largo etcétera.
La recopilación de motes nos aporta pistas muy fiables para la interpretación de topónimos que han quedado opacos: el Pont de Mallorca en Massalfassar, debe su nombre a un antiguo vaquero; el Barranquet de Cotna, al mote de un alcalde de Museros de mediados del siglo XIX; la Font del Lloro de Nàquera nos encamina al mote del molinero del Molí de la Lloma de Massamagrell de finales del siglo XVIII. La lexicografía también se beneficia de los lemas como Bolo de Mijo y de decenas de palabras desaparecidas del léxico —garneu, arriot, petit, pobil, sortidor, tanoca, pastenaga, pataca—; también la nómina de antiguos oficios y cargos ahora desaparecidos —delmer, nunci, jurat, batle, cabiscol, paborde, volant.
También la apodonimia nos documenta la aparición de ternas como Xurro en 1838 y nos aporta el testimonio que no siempre las palabras son de siempre. Otra cuestión es el poder comprobar que no siempre el mote tiene un carácter efímero. Una visión diacrónica nos da pistas más que fiables sobre la conservación de un pequeño número que nos espolea a buscar esa cierta pervivencia apodonímica que va contracorriente, por decirlo de alguna manera.
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