Como se ha dicho, la toponimia viene a ser un gran archivo de nuestra lengua a través del tiempo; y, no sólo de la nuestra, sino de las otras lenguas que nos antecedieron. Muchas veces, se ha dicho que las piedras, las plantas, las aguas de nuestro entorno nos hablan, susurrando, pero lo hacen y, muy a a menudo, no sabemos escucharlas. Todo está bautizado. No hay ningún sitio que no se lo conozca de una manera concreta, es decir, que tenga un nombre propio individual y diferenciador que es el topónimo y que nos habla, en cada caso, del relieve —el Molí de l’Alter o l’Alqueria Fonda a Poble Nou—, de los antiguos propietarios —la Alquería y Sequiol de Durango en el camino de Massalfassar, la Alquería del Belano ‘Isabel Ana' en Museros—, de los árboles o flora característica —la Alquería de la Palmera en el camino de Massalfassar o los Senillars en Albuixec.
El estudio de la toponimia que aparece a los viejos documentos de los archivos nos habla de antiguos paisajes ya desaparecidos, como el Estany de la Marquesa en Alboraia —donde ahora se localiza Port Saplaya—; los Muntanyars a lo largo de la costa como una especie de dunas fijas, desaparecidos por la construcción de la Vía Pedrera y, posteriormente, por la autopista del Mediterráneo; o, incluso, de cultivos ya desaparecidos pero conservados en el topónimos: el Camí de les Vinyes en Alboraia.
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