Además de a los topónimos que se refieren a nuestras ciudades y poblaciones, países y continentes, lo que llamamos macrotoponimia, tenemos la microtoponimia que hay que buscar hurgando en los bolsillos de nuestros labradores: no hay nada en el paisaje de la huerta, a primera vista llana y sin elementos diferenciadores, que no esté plenamente identificado y bautizado. Todas las acequias no son una sola —como nuestro cuerpo— tenemos la séquia mare, filles y filloles, braços y bracets, boqueres, la barba-sèquia, files y filetes, rolls y rollets y sequiols; si una acequia pasa por encima de otra se nombra almenara —la Almenareta, en Benimaclet, o el Anell, en Carpesa y Vinalesa—; si hay una caída de agua, la Cadireta, en el Rincón del Anell. A veces, las corrientes de agua originan ruidos y se conocen como el Bullidor en Carpesa o el Bramador en Alboraia; los manantiales de agua se los conoce como Manal en Albuixec, Ullals en el Puig, o las Fonts en Benimaclet. Incluso los cajeros sinuosos de la acequias provenientes de antiguos paleobarrancos se llaman Marrades en Massalfassar.
En el relieve de la huerta se distinguen los alters de los hondos y los caminos igual sirven de paso de caballerías —ahora coches y tractores— como de desagües en otoño, el Camí Fondo de Moncada. Y aún podríamos hablar de los nombres de los antiguos propietarios o de la flora o fauna que también ha dado nombre a interesantes topónimos.
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