En este enorme laboratorio periurbano, los y las agricultores desarrollaron entonces la adaptación de variedades, el enriquecimiento de la fertilidad de la tierra, crearon vínculos de cooperación y consiguieron extraordinarios rendimientos del suelo.
La huerta y las ciudades de su entorno, principalmente Valencia, crearon un metabolismo ecológico en el que se producían intercambios que equilibraban el sistema. Esta secuencia con sus altos y bajos sucedió hasta mediados del novecientos. Traspasado el umbral del siglo XXI, el sistema se encuentra totalmente desequilibrado y este territorio afronta diversas crisis de consideración, sin embargo, esta situación no es irreversible. Miguel Gil Corell, señala que estos ecosistemas han perdido su capacidad biogeoquímica natural de reciclarse y mantener el equilibrio, porque sus procesos naturales fundamentales han sido reemplazados en gran medida, por procesos químicos y mecánicos artificiales. Sin embargo, este autor enfatiza que, siempre que falte el flujo organizado industrialmente de combustibles fósiles, es decir, eliminando el trabajo procedente de una cultura basada en estos combustibles, la agricultura posible se correspondería exactamente con la que existía hace mucho de tiempo, es decir: un sistema que podría perpetuarse (ser sostenible) utilizando la energía solar, el agua y los nutrientes minerales resultantes del reciclaje natural de residuos orgánicos (cadáveres de animales, ramas, hojas y troncos muertos), que constituyen estos procesos biogeoquímicos.
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