Así, desde los tiempo inmediatos a la domesticación de plantas y animales, y el nacimiento de las primeras sociedades agrarias, la opción de regar fue contemplada en muchos de los múltiples paisajes lindantes a los bordes del Mediterráneo. Cabe pensar, que bajo la aparente uniformidad orográfica de sus corredores litorales entre el gran delta del Nilo y el tramo final de nuestro río Turia, las fuertes oscilaciones estacionales y anuales de los flujos de energía, materia y agua de toda esta gran región dieron lugar a una gran diversidad biológica. Una diversidad ecológica que fue readaptada secularmente por las distintas sociedades humanas de la zona, generando un comjunto de diferentes paisajes que acabaron por hacer del Mediterráneo uno de los mayores nichos eco-culturales de todo el planeta.
Dentro de este heterogéneo mosaico de variados paisajes culturales, los déficits de humedad limitaban el potencial de creación de biomasa, y fue mediante la irrigación artificial como se consiguió paliar esta limitación. Así, de esta manera, se empezaron a utilizar los recursos hídricos de los ríos alóctonos y los recursos hídricos contenidos en el subsuelo, a través de la utilización de distintas técnicas de captación y elevación. Desde aproximadamente el milenio IV a. C., en Egipto ya se utilizaban las aguas provenientes de las crecidas del río Nilo para crear una primera agricultura de irrigación. Posteriormente, este método evolucionó hacia una hidroagricultura donde se transportaba el agua por gravedad desde el punto en que se encontraba de manera natural, a otro, situado a una cota topográfica inferior, donde sería utilizada. La existencia de estos canales de derivación y distribución, y la nivelación del suelo, junto los restos de las parcelaciones pretéritas, son algunas de las huellas indelebles que ha dejado la acción humana sobre el paisaje global del Mediterráneo de una manera continuada.
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